¡Qué extraño y cruel mundo éste! Lo reconozco: esta sociedad es algo que han cocido los llamados poderes y dirigentes. Pero también reconozco que la hemos cocido nosotros con un largo y prolongado esfuerzo.
Este sábado me sucedió algo que es el origen de la presente reflexión. Una dura reflexión porque refleja el mundo en que habitamos, con quiénes habitamos y lo que destila. La conclusión es sencilla: cuando algo te pase, olvídate, porque la consigna de este mundo es que «nadie da nada a cambio».
Me sucedió, supongo, porque estoy en trance, camino o vía de recibir «ayuda», aunque, en realidad, ya hace tiempo que me vienen ayudando. Sí, desde luego, esta ayuda es algo totalmente condicionado, pero reconozco que dentro del panorama en que estoy ahora no me cabe más remedio que aceptarla y reconocer que dentro de todo lo que hasta ahora he vivido, quizás, sea lo más desinteresado que estoy recibiendo como ayuda. ¡Vaya, ni mi padre biológico quiso ayudarme en su momento cuando estaba también pasando un duro puente! Después, vas sintiendo por ahí las puñaladas de depende a quién te acercas. Lo más normal es que nadie atienda a nadie. Lo más «normal» es que te digan «que te las peles con tu problema, que te las peles con lo que tú has creado», que te digan que «eso es Tu problema y no el mío o el nuestro». Sí, esto es lo más normal en este soci-mundo, tan social y tan dispuesto hasta ahora. Tan social y tan dispuesto hasta que comenzaron los crujires del desmoronamiento social.
Hoy me han venido a la mente esos momentos en que, y por coincidencias, he necesitado ayuda. También me han venido a la mente esos momentos en que, y por naturaleza propia, me lanzo como un dardo a ayudar en todo lo que está en mi pobre mano.
Hoy he sentido vergüenza porque he ayudado a alguien. Me han venido a la mente como un tumulto todo este mundo, terrible, de las llamadas «ayudas».
He salido de casa, justa de tiempo, calculando la hora larga de camino que necesito para llegar hasta el pueblo andando. Tenía que poner un correo urgente en internet. Me era vital llegar a tiempo.
Casualmente, hoy, me he cruzado como alguna otra vez con un hombre, con el hombre que, sé ahora, es el dueño de un fracasado restaurante que está cerca de donde ahora estoy y que por ello está cerrado y en venta. Casualmente, hoy me ha hablado. Me ha dicho que «de vez en cuando pasa un autobús». Sí, casualmente, como una o dos veces al día, pero no lo uso porque no voy en horario y porque me hace falta hasta el último céntimo, con lo cual pies y pa’lante que ya llego.
Me he entretenido con él, creo que unos diez minutos, charlando, pero me ha venido bien. Ya iba tarde, el locutorio cerraba a las 2 de la tarde. En el pueblo he mirado el reloj que suelen tener las farmacias. ¡Vaya, le he arreado a la marcha! Eran las 13,35, aún llegaba aunque me faltaba un poco.
Iba tan deprisa, tan corriendo, arrastrando el carrito de la compra que no sé si él me llevaba o yo lo llevaba volando.
Frente a mí se aproximaba un abuelo. Se apoyó en la pared y dejó una pesada bolsa de la compra en el suelo. Le dolía el pie. Sin pensarlo pero pensándolo (¡Vaya, que me cierran, que me cierran, que no llego!) «¿Le ayudo abuelo?» Le he cogido la bolsa más pesada. «¿Hasta dónde va?» «Ahí, en la esquina, doblando, tengo el coche».
Llevaba tan condenada «prisa» que estaba por decirle: «Deme las bolsas que se las dejo y me voy volando». Pero luego he pensado «¿Pero cómo vas a hacer eso, tía?», si no te conoce.
Iba tan despacito, le dolía tanto el pie, y yo llevaba tan condenada «prisa», que le he dicho que me diera la otra bolsa para así ir un poco más ligero él y poder llegar un poquito antes. (¡Me cierran, me cierran… bueno, es igual, sería igual si no fuese importante! ¡Joder, precisamente hoy!)
Cuando he querido cogerle la otra bolsa me he dado cuenta de que el hombre Pensaba que yo podía hacerle algo así como robarle la compra. Entonces le he cogido del brazo y hemos marchado juntos, él con la bolsa en la mano. Ya no he insistido.
Me debería de haber callado. ¡Maldita sea! No le tenía que haber comunicado mi inquietud por mis asuntos. Simplemente estaba allí ayudando. Me he arrepentido luego de todo corazón. Lo he pasado mal porque se me han agolpado todas las malas cosas de esta maldita sociedad en mi interior.
Al llegar al coche seguía nervioso, buscaba las llaves del coche y no las encontraba «¡Vaya, ahora sólo falta que haya perdido las llaves!» «¡Tranquilo, hombre, tranquilo, si la que llevaba la prisa era yo! Ahí, en el bolsillo se le sienten unas llaves.» Ha rebuscado en los bolsillos, primero unas llaves que no eran. Pero luego, en otro, ¡Por fin encontró las llaves del coche! Ya más tranquila yo. Pero, lo he seguido pasando de lo peor. En esos instantes me llegó a cruzar por la mente que no hubiese pensado que le hubiese robado las llaves. Sí. Tengo que reconocer, que, a lo mejor, en otro instante hubiese obrado de otra manera más tranquila, pero he transmitido toda mi ansiedad al abuelo, que me decía que nunca le había pasado eso, que nunca había tenido un accidente y que el lunes iría al médico. «Eso es lo que tiene que hacer, y, si puede, cómprese un carrito como éste que le ayudará».
Bueno, todo ha concluido bien, le he preguntado su nombre y me he presentado y resulta que más o menos veníamos de la misma zona, pero yo mucho más lejos. «Ya me verá por ahí, por ese camino suelo ir bastante».
Hemos perdido la costumbre de ser ayudados y es que la palabra «ayuda» quizás implique algo momentáneo, algo espontáneo. Esa espontaneidad la hemos o la han perdido la mayor parte de la gente.
Reconozco que los pocos varapalos que me han dado han sido suficiente para mirarme muy muy bien a quién me dirijo, la forma, el tipo de ayuda que solicito y en qué medida puedo ser ayudada. Es más, ya acudo a los centros «oficiales» diciéndoles «En realidad no sé en qué me podéis ayudar». Y es que en esos sitios «oficiales» no tienes derecho a nada si no eres un «ciudadano» contribuyente, y, sobre todo, empapelizado hasta los dientes. Te piden de todo, menos el certificado de defunción porque, supongo, que estás de cuerpo presente solicitando algún tipo de «ayuda oficial». Ayuda que, por otra parte, casi siempre te es denegada porque precisas de unos requisitos, tales como haberles pagado a ellos hace muy poco, es decir, haber echado dinero en sus arcas contribuyentes.
¡Dios mío! ¡Qué vergüenza! escuchar a través de un medio, como es el radiofónico que qué morro el de los griegos «¿cómo se atreven a pedir a quienes les han dado?» Llamarles chulos a los negociadores de lo imposible. A los negociadores que negocian para tratar de sacar a las gentes de un país de la ruina, de la ruina de la cual esos «grandes» han sido los responsables con los cebos de la avaricia.
Y tienen razón. ¡Cuánta razón tienen! A ver cómo narices sales de una Ruina sin tener medios para salir de ella.
¡Cuánta razón tienen! Es por ello por lo que mucha gente se ha visto y se ve abocada a dormir en la calle o en un cajero. Imposible conseguir medios para vivir dignamente o buscar un trabajo. Imposible si no tienes medios. Encima, seguramente, debes de tener mucho morro cuando pides ayuda o cuando pides a la entrada del metro o en la calle o en la puerta de un súper, cosa que está prohibidísima, ya que no se debe molestar a los buenos ciudadanos consumidores. Estos ciudadanos deben quedar lejos de todos esos problemas que los tienen «otros». De los problemas que «Ellos Se Han Creado». La justificación ya la sabemos porque para no ayudar a los demás siempre tenemos justificaciones a mano.
Pero ¡Qué duro y qué cruel el mundo que hemos o han estado cociendo muchos! ¡Qué duro y qué cruel el no ofrecer un saludo en un camino casi desierto! ¡Qué duro y qué cruel no ayudar al que no puede andar, a llevarle el peso que le agobia! ¡Qué duro y qué cruel que cuando acudes por natural tendencia, tengas que oírte unas horribles voces dentro!: «¡Cuidado, quizás no le estás ayudando porque le estás poniendo más nervioso que si tuviese que arrastrar el dolor y el peso!»
Sí, cuidado con lo que hacemos porque DECIDIDAMENTE estamos obligando a los demás a no pedir ayuda.
Pero, sobre todo, debemos ser conscientes, cuando intentamos ayudar a alguien de entrar con tanta dulzura, delicadeza y respeto que… ¡me cago en todas las prisas de este cruel mundo, del llego o no llego!
Podría seguir con más,… reconociendo que a veces, y no siendo más que una muerta de hambre, a veces creo que debería inmiscuirme en más cosas en las que no debiera. Por eso, cada vez que algo se me presenta llevo tanta tanta cautela al ofrecerme… Pero el sábado fue un día extraño, quizás estaba todo conjurado para que recordase todo el daño que puede llevar implícito el negar la ayuda, el no ofrecerla, la falta de delicadeza cuando la ofreces de forma espontánea, o el imponer unas necesidades propias a las necesidades del «otr@».
Sí, el sábado fue un día extraño, porque ayuda implica algo puntual, algo transitorio. Lo demás no se puede considerar así ya que puede degenerar al propio ser humano cuando no puede salir de las circunstancias por su propio pie. Ahí es donde debiese intervenir el tan flameado «estado de des-derecho», el flamante «estado de bien-estar» para algunos cuantos. Esos cuantos que se levantan a vociferar con la boca bien grande que ellos cumplen y acoquinan, y que el resto no son sino unos babosos, unos caraduras, que encima piden para poder «salir adelante» de los farragosos y fangosos charcos que este «cruel y humillante mundo social» ha ido creando.