Érase una vez un opulento capitalista, que, pasando por una ciudad llena de harapientos hambrientos, metió la mano en uno de sus bolsillos (porque los otros estaban llenos de carteras y tarjetas de crédito), entonces, sacando una porquería mísera de caramelo que le quedaba, tras haberse chupado los dedos con los más buenos, dijo: –¡Bah, este no me gusta, que se lo traguen los cerdos.
Cierto: Trataba a todos aquellos Miserables hambrientos como a cerdos.
Entonces, cogiendo el caramelo, con su envoltura y todo, lo arrojó hacia atrás, por encima de su hombro, para ver si encima el gesto le traía “buena suerte”.
Entonces, oyó un gran griterío y un enorme jaleo a sus espaldas.
Se giró y contempló asombrado que encima de donde había-había-había caído el caramelo, se encontraba una horda de, por lo menos, ochenta harapientos.
Estos Miserables hambrientos harapientos se mataban unos a otros por atrapar esa porquería de caramelo.
Extasiado, se dedicó, el rapapuerco* del opulento capitalista, a contemplar divertido cómo esos cerdos harapientos se pegaban unos a otros, se arrancaban los harapos malolientes, se pellizcaban, se mordían unos a otros, se sacaban los ojos, se daban de patadas y creyó hasta incluso ver que hubo algún muerto.
Cuando pasaron bastantes minutos, harto ya de la trifulca, y aburriéndose, giró la espalda y se fue.
Entonces, allí, tumbado cómodamente en el súper cómodo sofá de la superlujosa habitación del superestridente hotel donde se hallaba hospedado, no cesó de darle vueltas la cabeza. En ella, como en un cinemascope, aparecían una y otra vez la horda de cerdos violentos que se mataban por un simple caramelo.
–¡Cáspita! –dijo– se me ocurre algo muy interesante. Sí, creo que va a ser muy divertido.
Entonces, al día siguiente, compró un bolsote de caramelos y papachurres y chorrapapas, y se dirigió hacia el parque donde había encontrado la horda de cerdos harapientos.
Viendo que se hallaban cerca algunos cuantos, metió la mano en la bolsa y comenzó a tirar las chorradas al suelo.
Naturalmente, entonces, los Miserables hambrientos, se tiraron, igual que el día anterior sobre esas pobres y tristes migajas.
Divertido, el rapapuerco opulento capitalista, comenzó a caminar aprisa aprisa, luego más deprisa, y luego ya medio corriendo, tirando tras él el resto de chupiporquerías que llevaba en la bolsa.
Esta vez los Miserables hambrientos se pegaron menos, estaban tan absortos siguiendo al rapapuerco capitalista que se olvidaron de matarse unos a otros.
–¡Vaya, qué gran descubrimiento! –se dijo a sí mismo.
Entonces, cada día inventaba algo divertido para llevar tras de sí a toda aquella horda, a ver cuál circunstancia le divertía más.
Un día, llevó corriendo a la horda hasta la orilla del puerto. Allí arrojó más de media bolsa de chupachorras al agua. Contempló extasiado como casi toda la horda se arrojaba al agua para atrapar alguna de aquellas miserables miserias que ese rapapuerco tiró.
Fue entonces, cuando uno de aquellos Miserables hambrientos se detuvo al borde del agua e intentó detener al resto.
–¡Alto, compañeros y compañeras. Compañeras y compañeros, alto!
Primero no le hacían caso, pero luego se fueron deteniendo y fueron formando tumulto alrededor del Atrevido.
–Escuchad, Compañer@s. Estamos haciendo algo muy miserable y que va contra nuestra Condición. Estamos dejándonos engañar por unas miserables chupaporquerías. Nosotros, Compañer@s, tenemos Hambre. Lo que estamos haciendo, Compañer@s, es entretener a este miserable mientras nosotros nos matamos, nos agredimos, nos destrozamos por algo que no va a aliviar nuestra hambre ni miseria.
En esas que el rapapuerco capitalista se había girado…. (quizás temía algo)… y “pies para qué os quiero”: rápida y disimuladamente intentó dirigirse a su hotel. Ese superlujazo de hotel no estaba lejos, claro, sino hubiera cogido alguna bicicleta-taxi o algún taxi-motor (pero de estos no había muchos en esa miserable ciudad con cuatro rascacielos que albergaba a los miserables rapapuercos capitalistas).
Bueno, no dio tiempo a que se esfumase del todo. El Atrevido convocó a algunos, a él mismo entre ellos, y se dirigieron (a escondidas) tras él para saber dónde se albergaba.
Una vez lo supieron, volvieron al grupo que les esperaba todavía allí en el puerto.
–Compañer@s, mirad, os vuelvo a decir que no debemos secundar ni ser el objeto de diversión de esos rapapuercos. Por mucha hambre y miseria que estemos obligados a pasar. He pensado una cosa: bla, bla, bla, bla… y bla.
–¡¡Aaaahh, Eeeehh, Oooohh!! –dijeron el resto boquiabiertos y admirados por la brillante ocurrencia del Atrevido.
A la mañana siguiente, un grupo de once de aquellos Harapientos (entre ellos Atrevido), se dirigieron al hotel. Entonces, el que iba más aseado y mejor visto, entró en la recepción del hotel.
–Mire, señor conserje, estamos buscando a un señor muy elegante que cada día sale de este hotel cargado con bolsas de caramelos y chuches. Nos dijo que viniésemos hoy porque le íbamos a ayudar en su obra de caridad. Quieran los cielos que usted, buen conserje, nos indique si como nos dijo, a usted le avisó de que vendríamos para acompañarle para realizar su buena obra de caridad. No, no, no buen hombre no me lo agradezca, dios le bendiga, porque sé que usted también contribuye, con él, a fomentar esta inmensa labor, y créame, que nosotros, como representantes que somos de los más destituidos, le proclamamos que será bendecido por dios mismo y que tiene abiertas las puertas del cielo.
–¡Ah, bueno, si es así,…! Pero, por favor, no molesten, vayan a la puerta de atrás, yo le diré que están ahí y deseo que les vaya bien en su obra. Sí, creo que sí, que se trata de un cliente superior y que dará más fama a nuestro hotel. Vayan, por favor, a la parte de atrás que da a las cocinas.
–Gracias buen conserje, dios se lo pague con muchas propinas.
Salió Atrevido, y comunicó al resto lo allí sucedido.
–Escuchad, Compañer@s, vamos a ir atrás sólo dos de vosotros. Mientras, nosotros estaremos aquí, porque, seguramente que el “caballero” decida salir por la puerta de enfrente.
Así lo hicieron. En esas que el opulento rapapuerco salió como con temor, mirando a derecha e izquierda, por si las moscas. En esas que de detrás de los árboles salieron los nueve Miserables y lo rodearon.
Acongojado por la situación no tuvo más remedio que acceder a sus peticiones. Entonces el grupo se dirigió a la parte de atrás del superlujosísimo hotel donde le esperaban aquellos otros dos compañeros.
El rapapuerco picó a la puerta de las cocinas.
–Buenas, estooooo… ¿está el jefe de cocina?
–Sí, un segundo, ahora le llamo.
–Buenas, estoooo… mire, soy cliente de su afamado hotel. Ahora estoy hospedado, usted mismo llamará a recepción porque quiero que carguen en mi “cuenta” unas cuantas cosas que le voy a pedir “extras” y para ya mismo. Porque, estooo… estooooyyyy haciendo una buena obra de caridad en su ciudad que va a repercutir en la publicidad de su hotel. De hecho, creo que pueden llamar a los medios de comunicación para tramitar la publicidad.
–»Verá, deseo que en mi cuenta se carguen a partir de ahora ya mismo: menús para trescientos comensales. Estos menús deben ir preparados para que puedan ser repartidos. Yyyy… estooo… esto lo deben de hacer todos los días en que me encuentre alojado.
A partir de aquel momento, uno de aquellos Harapientos “convenció” al rapapuerco de que necesitaba un guardaespaldas y que debía de darle aquel empleo y vestirlo tal como debía ser su rango. La contraoposición ya la podemos suponer: o eso o se le tiraban todos encima y le hacían lo que ellos habían hecho con aquel primer “caramelo”… Bueno, no tanto, porque a esas alturas, los Harapientos habían dejado entrar en sus luces la inteligencia de la que todos somos portadores, y ya sabían ser Negociadores. Naturalmente que el encargado de que todo se llevase a buen término fue, cómo no: Atrevido.
El hotel dijo que no quería publicidad, menos de ésa, claro, ya que se exponían a ser el centro de rehabilitación de los pordioseros de la ciudad, y eso no interesaba, claro.
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Fin del cuento: Los Miserables pordioseros se organizaron. Hablaron con el hotel, luego con la cadena responsable del hotel. Consiguieron que fluyera una idea que les diera trabajo: desde el superlujosísimo hotel se montó un restaurante, un gigantesco restaurante de comida rápida. Los encargados de llevar este proyecto a cabo: ¿los imagináis? ¡Sí, sí, sí! ¿Por qué?: Pues porque supieron “negociar” con los rapapuercos. Éstos fueron perdiendo parte de esa hostilidad y de birlamonos. Éstos soplapollascapitalistas supieron ir integrando a todos aquellos “inútiles”, para que aquellos Inútiles mismos fuesen Útiles entre Todos.
Último apunte sobre la moraleja del cuento: No debemos matarnos unos a otros (cosa más corriente y común de la que imaginamos, como toda la gente “corriente” que hay por ahí pululando, o gente que no quiere “pensar” o atreverse a cambiar el rumbo de sus vidas). Como decía: no debemos maltratarnos unos a otros. Debemos Organizarnos para saber sacar proyectos adelante. Debemos Organizarnos para ir consiguiendo, paso a paso, aquello que Debemos ir consiguiendo. Naturalmente, debe bastarnos y sobrarnos el estar bien y saber compartir tanto lo material como lo inmaterial. Proyectos e ideas deben desembocar en Intenciones: las Intenciones en Actos. Y los actos, como aquel que entierra una semilla: florecerán, de eso no nos quepa la menor duda.
Sniff del cuento: Esto es sólo un cuento, y quizás la moraleja auténtica es que no nos dejemos engañar jamás por un puto caramelo. Y, desde luego, erradiquemos de nuestras Mentes la tendencia destructiva de matarnos unos a otros, por eso: por un PUTO CARAMELO. Quien quiera entender, que entienda ¿vale?
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(*) Rapapuerco: equivalente a sangrapuerco, salteapuerco, birlapuerco, etc., etc., etc. Rapa viene de rapar: quitar, recortar, pelar, despojar, sangrar, hurtar, birlar. Su antónimo, claro, como así debe ser es: retornar, devolver, restituir, etc.